Tan así que en el mismo bus de la señora simpática, luego de la parada en Köln vino el auxiliar a empujarme el hombro -yo estaba de espaldas en el apoya brazos- para decirme algo en un idioma que claramente no entendí. Le pedí de buena manera si me podía decir lo mismo en inglés y me volvió a golpetear más fuerte el hombro y empezó a señalar un asiento aledaño a una chica de lentes. Le pregunté entonces si hablaba castellano y esta vez fue más tosco aún. Comencé a decirle en mi idioma que eso no se hacía y que dejara de tocarme de esa manera porque si no en verdad me iba a molestar -todo esto mientras me cambiaba de puesto-.
Luego de eso se sentó una pareja jovén de alemanes en mi lugar. Sin siquiera decir gracias, sin ni siquiera verme a la cara y la verdad, es que si quizás ellos me hubieran pedido que por favor me cambiara de puesto porque ellos se querían ir ahí, todo habría podido ser distinto -acá los asientos no son numerados-. Lo peor era que un poco más atrás mío, en la hilera larga del final, habían dos asientos vacíos en la mitad, totalmente visibles y para rematar, éramos seis las personas sentadas solas pero claro, yo era la única no rubia de ahí.
Aunque mi pasaporte rojo y mi apellido digan que soy alemana, siento a veces que para ellos nunca seré otra cosa que una extranjera latina.
Pero esto se acabo, de ahora en adelante seré chilena para todo lo que se pueda -como reservar hostales- y me veré obligada a seguir siendo alemana para las aduanas y los tickets de viaje. Para nada más, me niego.
... Pero “Dios es grande y yo soy pequeña” como dice la película, pues cuando los que ocuparon mi puesto estuvieron cansados y se quisieron recostar en sus asientos, ninguno de los dos funcionó para echarlo hacia atrás.
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