miércoles, 16 de junio de 2010

Abuela del nuevo mundo

Definitivamente odio el aire acondicionado, sobre todo en los buses porque uno no puede escapar de ellos, por más que trate.


Esta es la segunda vez que me resfrió en el viaje. El primero duró casi tres semanas y al final tuve que tomar antibióticos... quién sabe por cuánto durará este, pero ya no lo soporto y casi que acaba de empezar.


La gente en el bus va con polera corta y el aire encima, yo en cambio estoy viajando con doble pantalón –uno más delgado abajo-, capucha en la cabeza, cuello tejido por mi abuela en la garganta, chaqueta de cuero sobre el pecho y una manta de polar blanca con puntitos en las piernas. Sí lo sé, parezco loca pero me importa un frijol, al frío ya no lo aguanto y me basta con mis mocos, mi tos y mi ya pasada fiebre.


Y aunque me carga ir acompañada por alguien en el asiento continuo al mío –pues aprovecho la primera oportunidad para dormir- esta vez creo que me toco la mejor persona.


Después de cambiarse tres veces de asiento y terminar finalmente al lado mío, una señora parecida a mi abuela se convirtió en una muy grata compañía, pese a nuestro constante silencio.


Vestía jeans azules, una polera gris ¾ ajustada y escotada con vuelitos en los hombros, todo acompañado de una moderna cartera negra. Su piel estaba un poco bronceada, su pelo perfectamente bien cortado y teñido de un castaño claro impecable. Y apenas se sentó a mi lado, se saco los zapatos e inclusive los calcetines, mish.


Ella es una abuela del nuevo mundo. A su celular le llegan mensajes de texto bastante seguido y aunque se demora mil años en responderlos, teclea lentamente número por número buscando la letra correspondiente. A la vez, de vez en cuando trata de hojear una revista de moda o de leer un libro con letras gigantes aunque se le nota la poca emoción y lo aburrida. Su mirada me dice que por ella estaría hablando sin parar conmigo, pero ambas sabemos que no tenemos ni siquiera un idioma en común. Triste, me habría encantado conversar con ella.


En un momento yo saqué una y la comí lentamente sin ofrecerle ni una gota, luego fui presa de la culpa. Ella me dio una pastilla de menta y me ofreció un pan de chocolota, yo educadamente no acepte. Pero el remordimiento paso cuando ella saco una manzana con un pequeño cuchillo y ella esta vez comió sin ofrecerme nada, mientras miraba los paisajes por la ventana al lado de la que tanto quería ir –ahora creo que por ese se cambio tres veces de asiento por que a mí, de una forma u otra, logró explicarme que quería ir sentada ahí-.


Creo que nunca me había sentido tan inmensamente cómoda al lado de un desconocido en el bus. A ratos, divagaba deseando que ella en verdad fuera mi Lala y que yo pudiera tirarme en su regazo a dormir.


En Düsseldorf se bajo bastante gente y pese a lo agradable que era estar sentada a su lado me cambie de asiento y así cada una quedamos con doble espacio. Super, me dijo y sonrió.

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