jueves, 29 de julio de 2010

Milán - Génova

En Italia siempre es lo mismo... si algo es malo, estos son expertos en saber cómo empeorarlo aún más.

Son los únicos que no llegan con nada -ni trenes ni buses- a la hora. En consecuencia, eso provoca que una pierda la única combinación posible que tenía y finalmente, se vea obligada a esperar casi cinco horas por otro tren. Nuevamente me gritaron por alegar -los italianos olvidan que a las chilenas si nos gritan, gritamos más fuerte- me tramitaron una eternidad y en resumen, todo era responsabilidad mía, nada que ver con que ellos no hubieran cumplido y provocado que más de un pasajero perdiera su tren, cómo se te ocurre.

Pero yo me he vuelto demasiado egoísta y a ratos hasta ególatra. A ratos juro que mi ombligo es el único del mundo, ubicado exactamente en la mitad y sí, digamos que no me ha tocado una vida de rosas, un viaje completamente increíble, pero siempre hay historias peores y yo soy experta en olvidarlo.

Hotel Vittoria. Habitación 108. Mirtha.

Después de resignarme a que iba a tener que esperar si o si por otro tren, decidí comprarme una Coca-Cola y cigarros -para pasar las penas- y dirigirme a un sitio con internet para ver qué podía hacer en Génova tanto rato... qué es Génova, pensaba.

Preguntando llegue a un local y entre que me reía con el señor que atendía -porque en base a la paranoia italiana se creó una ley antiterrorista en la cual la persona que quiere ocupar un computador en un ciber se ve obligada a pasar su identificación para ser archivados sus datos- apareció ella preguntándome si era de Estados Unidos. No!, le dije con una cara deformada. Chilena, aclare mientras inflaba mi pecho, Latinoamérica. Por fin puedo hablar con alguien en español, respondió al fin.

Nuestras caras se iluminaron. Ella me contó que estaba de vacaciones, yo le narre mi nueva historia con estos pelotudos de los italianos. Quedate conmigo en el hotel, me ofreció. Ya tengo un tren para esta noche, le respondí. Y quedamos en que luego que yo ocupará el computador iría a la habitación 108 del Hotel Vittoria que estaba en la esquina a la derecha, subiendo por la escalera, y preguntaría por ella.

Y así fue. Termine de hacer mis cosas y sin dudarlo ni una vez fui hacía allá. Pregunté en recepción por Mirtha y al cabo de un minuto estaba abajo. Fumamos un rato en la terraza y ella comenzó a desahogarse conmigo como si yo le hubiera sacado un tapón de su pecho y por fin pudiera respirar. Me habló de traición, de sus hijas, de lo que fue alguna vez su bella isla: Aruba. De Santo Domingo, de su nueva vida, de su nuevo amor.

La invite a tomarnos un café y todos los mundos inimaginables siguieron saliendo como metralletas llenas de dolor por su boca. Llevaba tres malos años, tres años que miraba atrás y no podía entender el por qué. Y por suerte que ella sentía que eran sólo tres años, porque luego de escuchar su vida, yo por lo menos, creo que se podrían contar muchos más.

Se fue a vivir a Santo Domingo con una hija. Había conocido a su actual amor por internet y quería ir hasta allá para estar con él, para probar. Al poco tiempo su hija la hecho de casa, se quedo sin nada. Vago por calles, conoció gente. Allá todos te saludan, te bendicen, me decía. Santo Domingo se volvió todo un mundo, un lugar que hoy en día es más su hogar que la isla que la vio nacer.

Los rumores fueron atestando sus oídos como pequeñas arañas. Que su hija la quería matar por su herencia, que había vuelto a Aruba diciendo que no sabía nada de su madre, que tenían que declarar su muerte presunta para así sacar la plata que había dejado su abuela. Mientras, le decía a todo el mundo que su madre la había abandona a ella, que había cambiado de dirección, de teléfono, que nunca más volvió a saber nada.

Los cigarros se acabaron. En la taza blanca del café sólo quedaba un pequeño rastro, casi seco, de lo que habíamos tomado. La noche comenzaba a inundar las calles y los locales a cerrar, lentamente. Pero aún así faltaba por lo menos una hora para que yo partiera. Vamos a mi hotel, me dijo.

Subimos a su habitación, cada una se tiro en una cama y seguimos hablando, con la tele de fondo, como si fuéramos dos buenas amigas de años en vez de dos desconocidas que se acaban de conocer. Cuánto extrañaba hablar, me decía. El estrés y los pensamientos se la estaban comiendo. No salía de su habitación, le daba miedo caminar por las calles, el dolor de cabeza no lo aguantaba y sangre había comenzado a correr por sus narices. El trabajo de olvidar puede ser muy duro.

No lo entiendo, me decía. El día que me case -a los catorce años y obligada- yo prometí que a ellas nunca les iba a pasar lo mismo que me paso a mí. Les di todo y de todo en la vida, les evite todos los dolores que pude, no entiendo cómo me pueden haber traicionado así. Pero qué te paso, pregunté...

Su hermano más grande la violaba desde que tenía tres años. Después, al ser tantos hermanos su mamá comenzó a regalarlos y ella termino en una casa con cuatro maestros: tres mujeres y un hombre, donde éste último, claramente, también abuso de ella. Cuando tenía casi diez su mamá volvió a buscarla. Me la tienen que devolver, les decía, yo nunca les firme ningún papel... ahora en casa era el turno de su otro hermano. Me quedaba hasta las dos, tres de la mañana sentada afuera en el patio con tal de no entrar. Yo ya sabía que me tocaba... no, no, mi mamá nunca supo nada.

La conversación se quebró. El rimel se chorreaba por sus mejillas, se tapaba la boca con las sábanas y yo le hacía cariño en el brazo mientras le decía que todo iba a estar bien, que todo iba a pasar, que esperara. Que tanto malo era porque algo bueno había adelante, tenía que ser así. No puedes perder la fe, nunca la puedes perder.

Sonó la alarma del celular. Pase al baño, llene mi botella de agua y retrocedimos juntas todo el camino que me había llevado al universo de la 108. Mirtha me dejo en el hall y nos abrazamos como si no nos fuéramos a ver nunca más, como si nos conociéramos de toda la vida, como si ese fuera un antes de un después completamente incierto pero seguramente feliz. Te deseo lo mejor, lo mejor del mundo, toda la alegría que éste te pueda dar. Espero, con toda mi alma, que seas inmensamente feliz Mirtha.

Nuestro abrazo duró una eternidad. Era como si no nos quisiéramos despegar pero a la vez, sintiéramos que lo más seguro era salir corriendo. Esto no podía ser real... pero lo fue.




1 comentario:

mafelin dijo...

cuática historia, mari. de esas que sólo podi saber cuando eres un viajero, y hablar con la gente se vuelve eso. Un desahogo.

Besos, amiga!

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