sábado, 7 de agosto de 2010

La ciudad de los gatos

No me gustan los gatos.

No me gustan los gatos y esta ciudad esta llena de ellos. Sus calles, los negocios, su costa a lo Avenida Perú, se ven por doquier. Hay más de ellos que mezquitas, que dulces embriagándose en almíbar, que chucherías y colores, que tiendas en su Kapali Carsisi -por seguro-.

Los gatos se han adueñado de la parte de occidente y la de oriente. No hay río que los detenga, tienen el puente Galata para atravesarlo, nadie los puede cercar. No, no, no. Nada de eso con estos felinos. A ellos nadie los cerca, nadie los controla, nadie los limita, pero tampoco nadie los cuida. Yo los veo a todos solos, por más mininos-mínimos que sean.

Dan lo mismo sus apariencias: chicos, grandes, con manchas, sin ellas; no existe la discriminación. Ninguno paga entrada por ver Aya Sofía, todos pueden impregnarse de la "sabiduría divina" de ese lugar; en el Misir Carsisi se confunden con los colores de las especias y la gente que atesta el lugar -no hay olores y colores tan puros como los de ese lugar-; corren por los palacios y deambulan por los parques como si éstos fueran su patio de atrás. No conocen la palabra descaro estos bigotudos.

Pero pese a los gatunos la magia corre con el viento como si esta ciudad le perteneciera. No es sólo por la Sultan Ahmet o por la Yerebatan Sarayi -construída por los Bizantinos y que alberga dos cabezas de Medusa-. No es tampoco por su té de manzana ni por poder fumar menta en sus pipas de agua gigantes. Menos es por caminar por Sultanahmet -el barrio más antiguo con calles ultra modernizadas para mí- o por ver a mil y un hombres -sin rastros de una mujer- tirándose en picada al mar desde las rocas por Eminönü. No y no y no...

Es distinto, es como si Estambul hubiera nacido mágico. Simplemente lo es...


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