domingo, 19 de diciembre de 2010

De a dos

Perdimos a un miembro en el umbral del edificio y el resto de la brigada –mi hermano y yo- seguimos camino. Caminamos a la estación, fuimos a la máquina de tickets, compré sólo uno –pues claro, el interrail me servía a mi- y nos fuimos al tren. Cuando ya estábamos felizmente acomodados en el vagón miro mi boletito verde y veo que venció ayer.

Es que no, es que me tengo que bajar, es que esto no puede ser... y mi hermano corrió detrás mío. Ya se acabo, pensaba mientras caminábamos pensado qué hacer. Se acabaron los trenes, se acabaron los viajes, se acabo. En eso, Diedrich para a alguien de gorrito azul y le explica la situación. Súbanse, nos dijo, arriba lo compran.

Ya no me gusta pagar. No me gusta pagar, no me gusta no tener un ticket que me sirva para irme a cualquier lado cuando se me de la gana. Siento que me voy quedando atrapada y no me gusta. No me gusta que mi espacio se vaya achicando y que la libertad se me cuele como arena por las manos.

Pagué el ticket, con el dolor de mi alma lo pagué. Lo peor fue que después, durante las casi tres horas de viaje a Nápoles, nadie paso controlando! O sea, podría no haber comprado nada e irme paqueada todo el viaje pero sin gastos!

Es distinto viajar con alguien, recorrer lugares con otro. Ya no voy a mi bola, ya no decido, hay que dejar que el que no ha visto se vaya. Por ende, corrimos Pompeya. Que hay que ver la cancha, y después al teatro –chico y grande-, que ahora la casa del Fauno, que por último la Casa de los Misterios. Yo no soy de patas cortas, pero es imposible competir con las piernas de alguien que mide casi dos metros de altura. Pero aún así seguí y asumí que la bola no siempre la lleva uno.

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