miércoles, 15 de diciembre de 2010

Arrivo

Cuando llegaron corrí por sobre todo el “jardín infantil” que venía saliendo y me instale ansiosa en la puerta principal a esperarlas. Te vi salir y llorabas, la pintura iba enegreciendo tus ojos y las muecas se instalaban en tu cara. Las lágrimas corrían por tus mejillas pero tu no llorabas por mi, llorabas por ella -ella que caminaba a tu lado arrastrando los pies, que me miraba sin decirme nada, mientras yo pensaba que era porque quizás ya no me reconocía más-. La veías y me hablabas pero yo no lograba entender qué me decías hasta que por fin te alcancé para abrazarte y entre sollozos me dijiste: no tiene la menor idea dónde estamos.

Cómo en tan sólo unos meses puedes haberte ido tanto, cómo en tan poco tiempo decidiste que ya no quieres tratar más.

Caminamos al auto y cuando por fin logré saludarte me confesaste que ya no recordabas las cosas, que tenías que hacer un esfuerzo para saber qué habías hecho el día anterior. Me explicaste que estabas confundida, que no entendías mucho lo que pasaba y que te parecía que todo había cambiado. Me hablabas con los ojos perdidos y cuando te apreté en mis brazos era como tener a una niña pequeña entre ellos. A una niña pequeña disfrazada con la ropa de su mamá.

Qué pasa si un día me olvidas a mi. Qué pasa si ya no son fechas, números o cosas sino mi nombre, mi cara, quién soy.

Mientras tomábamos once y todos nos dejaron a las dos solas te dije al oído que por favor no te murieras aún, que aguantaras un poco más, que no se te quitarán las ganas de vivir. Y tu... tu hiciste como si no me escucharas. Me respondías otras cosas, me hablabas de aquí y de allá y cuando llego el resto, hiciste como si nada había pasado, como si esto nunca sucedió. Luego, me mostraste el encendedor y me preguntaste si eso era para encender los cigarros. Te dije que sí y lo prendí yo.

No me pidas disculpas. Ni por el vaso, ni por el baño y mucho menos por envejecer. No me pidas disculpas que no hay por qué darlas.

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